Un escritor debe cometer primordialmente dos pecados, el de la avaricia y el de la gula. Para poder contar historias sustanciosas debe atesorar miles de anécdotas y repasarlas como un viejo avaricioso que cuenta sus monedas una y otra vez.

    Goloso de la vida, el escritor, debe absorber cada sensación, repasar reacciones, ser testigo de detalles,  apropiarse de las menudencias tanto o más que de los grandes dramas y guardarlos debajo del colchón. Revivirlos cada noche, contar cual monedas cada palabra una y otra vez hasta sacarle brillo, degustar y paladear los hechos hasta tener la boca hecha agua, en busca de esa historia poderosa, hija de los dramas humanos repetidos en el universo que pueda llegar a estremecer el alma, obligando al futuro lector a introducirse en la trama de esa historia por escribir hasta hacerla suya.

     El escritor debe escuchar  el triple de lo que habla,  observar un gesto  miles de veces y en diferentes personas antes de plasmarlo, con el objeto de  recrearlo con verosimilitud… Y fue así, escuchando y observando que descubrí lo ya descubierto, pero que fue nuevo para mi intelecto goloso: que el drama humano tiene conflictos tan nudosos y afectados que a veces toman varias generaciones para resolverse. Así nació el cuento  “Juan, Pedro, Pablo de la mar”, que reposa tanto en el fondo del mar de donde se nutre su conflicto como en la página 171 del libro de mi autoría: “Hilandera de tramas, historias escondidas”.

     La hilandera que pretendo ser debe coleccionar madejas de todos los colores y fibras para poder hilar frases y palabras que aspiren a convertirse en piezas funcionales con las que cubrir al lector. En unas pocas páginas en el relato de “Juan, Pedro, Pablo de la mar” se muestra como la almadraba de la vida  de un pescador, con sus redes laberínticas, puede enredar a un abuelo, un padre y un hijo a través de la memoria celular en un mismo drama que no ha sido resuelto. 

        El estudioso sobre lo que es “un cuento” que se ha nutrido de los métodos de  Edgar Allan Poe y Anton Chéjov sabe que, para que una anécdota o  una simple memoria pase a formar parte del género del cuento, debe presentar un buen conflicto que de alguna manera se desenmarañe y resuelva en alguna parte antes del final. En “Juan, Pedro, Pablo de la mar” y su momento sublime toma tres generaciones deshacerse de esa atadura que no deja que la familia evolucione. Largas décadas para lograr cerrar esa brecha que no permite que los pescadores de esa familia completen sus destinos.

      “Se levantó a tropezones y se asomó al espejo, lo que vio lo dejó perplejo. Desde la luna del vidrio azogado lo miraba un viejo barbudo que le recordó a su abuelo ¿Cuánto tiempo había dormido para envejecer así?” Pág. 171

     “Dentro de la almadraba se sacude una figura atrapada en la red, como un gigantesco pez espada revolviéndose en su trampa mortal. Pablo saca su navaja y al cortar la relinga superior descubre que es un hombre lo que esta debatiéndose entre los hilos. Lo toma por los cabellos y voltea su cabeza, para encontrarse, sorprendido con los ojos de su abuelo Juan, pero no, es su padre, Pedro…no, es la misma figura de parpados pesados y hundidos, barbuda y vencida que acaba de ver en el espejo… es él mismo”.  Pág. 172 

Hilandera de tramas (Nery Santos Gómez)  

Blog del libro: hilandera de tramaswordpress.com

neryvzla@hotmail.com

 
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